United artists from the Museum

Octubre 28, 2008

LA RED Y LA(S) TRAMA(S). [1]

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Domingo Mestre (Publicado en Archipiélago nº 41, Barcelona, Ed. Archipiélago, 1999) 

La liberalización del acceso público -y sobre todo privado- a esa maraña telemática que mediáticamente se denomina la Red ha tenido como consecuencia la aparición de ilimitadas expectativas sobre las posibilidades del nuevo medio. El incumplimiento o frustración de gran parte de estas esperanzas no ha evitado que se presente en el imaginario colectivo como la Red de , la madre de todas las . Y también de todas las trampas puesto que no debemos olvidar que las primeras conexiones fueron creadas por los servicios de inteligencia USA con la finalidad de hacer indestructible su sistema de comunicación militar.

Es a esta visión reificada de la Red a la que nos vamos a referir ahora aunque siempre convendría tener presente que una cosa es la Red y otra, bien diferente, la(s) trama(s) que la componen y sostienen. Esta(s) trama(s) está(n) siendo tejida(s) a partir de las múltiples interacciones que se estan dando entre millones de hilander@s, gente anónima que se desenvuelve perfectamente en la Red sin necesidad de nombre ni apellidos -o con pasaporte falso-, las cuales están hilando sus propias conexiones hipertextuales a partir de los intereses o necesidades que a cada cual afectan y, supuestamente, sin demasiada conciencia del resultado global de su actividad.

En principio, la característica diferencial de estas iniciativas respecto a otras, de corte similar, que puedan estar llevándose a cabo al margen de su inserción en la Red, es la base radicalmente horizontal y rizomática de la que se parte. Nadie que haya navegado por las virtuales puede negar que allí comparten el mismo estatus de partida, tanto la más modesta iniciativa individual como la más prepotente campaña estatal o empresarial -aunque esto no acabe de ser del todo cierto dado que los grandes buscadores privilegian la información de quienes pagan por ser más visibles; no es lo mismo, por tanto, aparecer en la referencia 222 que en la primera posición de la lista que devuelve el buscador-.[2] Igualmente hay que aceptar que el más “pelado” de los participantes en cualquier foro de debate público tiene la posibilidad, al menos teórica, de replicar, en pie de igualdad, al más docto de los sabios o de los gurus que pululan por la -siempre y cuando lo que se diga no se entrecruce con los intereses particulares del moderador/administrador del foro, ellos son quienes acostumbran a reservarse el derecho de censura sobre lo que debe o no hacerse público.

En cualquier caso, la diferencia es notablemente ventajosa respecto a las condiciones en que se da la participación pública en el mundo que consideramos real. En su contra habría que anotar que la suma total de estas iniciativas es la que está sustentando la construcción de esta post-utopía que al principio hemos llamado, enfáticamente, la Red. Y que esto es así, lo quieran o no sus autores. Al fin y al cabo, si la Red es el espejo del Capital (Bey) y es virtud de éste sacar partido hasta de sus más purulentas dolencias ¿cómo no había de hacerlo, entonces, de sus propios reflejos especulares aunque éstos se quieran, de partida, negativos?

Desde esta perspectiva, la función última de todas estas prácticas, incluso la de la disidencia cibernética -y quién sabe si no será éste el argumento por el que se tolera desganadamente su existencia-, sería la de constituir, junto al resto de las producciones de la red, una amorfa multiplicidad unitaria construida a imagen y semejanza de la vida -pero que no se confunde con ella-, un cibernético y pascual que, al igual que el misterio de la santísima trinidad, deberá servir para explicar y confundir al tiempo lo que sería el gran “secreto” a voces del nuevo Milenio: la entronización de la Red como la gran Divinidad postindustrial. Milagro post-postmoderno y postespiritual que sólo ha podido conseguirse mediante la previa desterritorialización colectiva de los flujos del deseo -mediante la mecanización mediática de las máquinas deseantes- y su posterior reterritorialización virtual en un éxtasis electrónico, presuntamente interactivo, que se está revelando tan inmanente como trascendente. Inmanente, decimos, en cuanto a lo que la Red significa como destino de nuestra propia “naturaleza”. Naturaleza que, por otra parte, no puede ya ser otra que la de los media en los tiempos del espectáculo integrado (J. Saborit). Trascendente, también -o al menos eso le suponemos-, en cuanto se dé por cierto lo que nos están diciendo los que mandan: “vamos a superar nuestro histórico retraso económico y cultural subvencionando el acceso doméstico a los ordenadores y a ” (J. M. Aznar) y los voceros divulgadores de la tecnociencia: “el cuerpo está obsoleto” (Stelarc).

A pesar de que no es exactamente eso lo que nosotros percibimos, nos vemos obligados a reconocer que la incidencia social de este proceso de mitificación de la Red -entendida ya como sinónimo y paradigma de todas las nuevas tecnologías- es imparable y, de alguna forma, Telépolis (J. Echeverrría) acabará imponiéndose como el nombre más adecuado para referirse a eso que nos venden como Futuro. No obstante, situados como estamos en el “límite del caos”, cualquier deriva resulta posible y, tal vez, seamos nosotros quienes andemos un tanto despistados. Con un poco de suerte, los confortables “cosmopolitas domésticos” quizás lleguen algún día a organizarse y acaben, finalmente, convirtiéndose en la reencarnación descarnada del viejo sujeto revolucionario. ¡Quizás! Lamentablemente, también me parece más que posible el deslizamiento hacia un fundamentalismo tecnológico que estaría apuntando ya a la exclusión de los desconectados.

Al respecto, sirva para ilustrar este punto una anécdota extraída del entorno más cercano: un buen amigo me contaba consternado, hace unos días, el drama que estaba afectando a su único hijo, un chaval de 10 años al que ellos intentan educar con la mejor de las intenciones. Sucede que, en estos momentos, los compañeros del niño en el cole, una escuela laica que sigue el envidiable modelo educativo de un país vecino, no quieren jugar con él y le están haciendo el vacío porque lo consideran “diferente”. El motivo de la exclusión no es ni el color de su piel, ni su denominación de origen, ni, por supuesto, sus apetencias sexuales -todavía, supongo, polimorfas e indefinidas-; el motivo es que el chaval no sabe absolutamente nada de vídeo-juegos ni de consolas, amén de ser un extravagante al que le gusta mucho leer y dibujar pero casi nada ver un cacharro llamado televisión cuya programación habitualmente le aburre.

Cuál podría ser la solución para el problema -si es que, en este caso, existe alguno- pero también cuál es el grado de responsabilidad que podrían tener los padres en el proceso de marginación que estaba viviendo su hijo son algunas de las preguntas que acongojaban a mi amigo cuando me lo contaba y que, tal vez, puede resultar interesante replantearse aquí. Cuánta es la capacidad de incidencia real y de libre maniobra que nos resta a los de a pie para actuar de forma autónoma, al margen o al través de la imparable evolución tecnológica, es algo que me viene interesando a mí, desde hace tiempo.

Nuestra conclusión provisional apuntaría que los intentos de ignorar la transformación sociocultural que se está produciendo están condenados, por principio, al fracaso. En este sentido considero que al igual que la negativa personal a utilizar el automóvil no excluye a nadie del riesgo de ser atropellado ni del resto de sus efectos secundarios (diversos tipos de contaminación, etc.) y sí de sus posibles ventajas (?), tampoco la resistencia desde el afuera, puesto que no se me ocurre dónde podría localizarse, ahora, un exterior tecnocultural, puede llevarnos a otro sitio que al de la automarginación. Marginación que, en este caso, parecería ser programática -a ella están condenados, a priori, los 2/3 de la población mundial que en estos momentos carecen de teléfono- y, por ello, totalmente inocua para el desarrollo global de la tecnociencia en el marco de la cibercultura. 

Es, por tanto, desde el entredós de esta cibercultura, ese posicionamiento que nos sitúa con un pie dentro -de la Red- y con el otro fuera -de la trampa-, desde donde existe, a nuestro juicio, mayor capacidad para incidir, a contracorriente, en lo que “nos pasa”. Quizás ya haya gente que esté actuando así y la masiva respuesta popular que ha tenido la reciente “Cumbre de Seattle” -algo que se ha organizado desde la Red pero que ha conseguido actuar fuera de ella (Claramonte)-, nos pueda dar algunas pistas sobre lo que es posible hacer -y deshacer- en estos momentos. El verdadero peligro parece que estaría ahora tanto en en la desintegración por exceso de aceleración como en la paralización, ya sea ésta por embelesamiento ante los fuegos fatuos de la Red o por el pánico irracional frente a lo desconocido-.

Aceptar simplemente la bondad de lo que nos dan, tal como nos viene dado, supone, de entrada, renunciar a jugar el juego de nuestras propias vidas -y de salida convertirse en uno de esos muertos vivientes de los que habla Bey-. Rechazar, aristocráticamente, el marco que nos ha tocado en suerte tampoco presenta unas perspectivas demasiado halagüeñas -más allá del dandismo inherente a este tipo de posturas- y, si bien puede servirle a algunos privilegiados para salir del paso, poco más se puede esperar a nivel colectivo de este tipo de gestos en un entorno que cada día se muestra más globalizado.

En este sentido me parece que si nos olvidamos tanto de la propaganda oficial de la tecnociencia como de los maximalismos escatológicos para observar atentamente lo que (nos) está pasando, veremos que lo que anda en juego en todo esto es, como siempre, la voluntad de poder; y la estructura de este poder -que no la de la voluntad- es bastante similar a la de la energía e inherente a la dinámica de los sistemas complejos. De ahí, por tanto, que el poder no sea susceptible ni de crearse -de donde no hay, me temo que nada se va a poder sacar- ni de destruirse; el poder parece que sólo puede subvertirse temporalmente (Woods) y, más allá de los cambiantes modos que presente, conviene no olvidar nunca que la fórmula de la supervivencia está basada -y siempre lo ha estado- en las sinergias. De ellas, caben esperar mucho todavía en relación con las tácticas de aprovechamiento y reutilización de las nuevas tecnologías por los de abajo.

 

 


[1] Texto elaborado a partir de nuestra intervención en el simposio “Incidencias - Disidencias” celebrado en noviembre del 99 en la Universidad de Alicante. Puesto que con ella se cerraba el encuentro, en estas líneas se deslizan referencias explícitas a lo expuesto por el resto de los participantes que fueron Caroline Basset, Hakim Bey, José Luis Brea, Jordi Claramonte, Fred Forest, Arthur Kroker, Mariano Maturana, Lebbeus Woods y los increibles chicos de la ARTMark Corporation.

[2]  Aunque el buscador Google ya estaba funcionando desde finales del año anterior la versión en español aún no era operativa en el momento de escribir estas líneas.

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